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La pérdida de la incomodidad

Recuerdo mi infancia en Santiago de Chile, llena de momentos felices, divertidos, y también de momentos incómodos y amargos.

La infancia de mi generación transcurría siempre con cierta incomodidad. Recuerdo los inviernos fríos en las casas mal calefaccionadas, viendo televisión con el culo pegado a la estufa de parafina, las camas heladas con sus frazadas gruesas y pesadas a la hora de dormir, los colchones duros que se cambiaban cuando ya no daban más de si. También estaban los veranos en la costa central, en los que salíamos tiritando con los labios azules, después de un baño de diez minutos en las gélidas aguas del océano Pacífico. Otros veranos los pasábamos en campings, durmiendo en sacos directamente sobre el suelo, sin colchones o almohadas hinchables.

Cómo olvidar cuando nos hacíamos alguna herida y nos la desinfectaban con el doloroso y ardiente Metapío, que era un fármaco que por su efecto y color parecía ají cacho de cabra.

La incomodidad también estaba presente en el terreno de las emociones. Recuerdo tener que tragarme las lágrimas, porque en ese momento el llanto no estaba permitido en según qué contextos. También recuerdo la frustración de tener que esperar dos o tres Navidades por el juguete deseado, recibiendo a cambio juguetes reciclados de mi hermano mayor a los que dábamos uso prácticamente hasta su desintegración.

Fue una infancia con momentos alegres y tristes, en la que claramente muchos aspectos de la vida familiar y social no estaban resueltos y había que vivir siempre adaptándose a circunstancias adversas.

Hoy vivimos en un mundo donde se intenta que todo sea indoloro, suave, acolchado, y en el que nuestros deseos sean constantemente escuchados e idealmente cumplidos. Usamos nuestros colchones de espuma de última generación, nuestras sillas ergonómicas, nuestros coches y teléfonos inteligentes y nuestros aires acondicionados. Vivimos en una sociedad que tolera poco la frustración y que rechaza o rehuye cualquier tipo de incomodidad física o emocional.

Paradójicamente, con el avance tecnológico que nos ha llevado a vivir con más comodidades, la prevalencia de dolor en las sociedades occidentales ha ido aumentado durante las últimas décadas. Aunque en parte se debe al aumento en la esperanza de vida – dado que la prevalencia de dolor aumenta con la edad- hay múltiples factores que lo afectan.

Nuestro sistema nervioso es el que procesa la información que proviene de los tejidos a través de los nervios periféricos hasta su llegada al sistema nervioso central. Particularmente, nuestro cerebro determina si los cambios que están ocurriendo en los tejidos constituyen o no una amenaza, y si es así, sentiremos dolor. La intensidad de un dolor no necesariamente tiene relación con el grado de daño de un tejido. Asimismo, la plasticidad del sistema nervioso y ciertos fenómenos inmunológicos u hormonales, pueden hacer que nos hagamos más o menos sensibles a ciertos estímulos. Puede que la falta de exposición a estímulos o situaciones incómodas (como sentir frío, calor, hambre, dormir en superficies duras, caminar descalzos, etc) haga que nuestro sistema sensitivo esté poco entrenado a estímulos que por su duración, intensidad o frecuencia puedan resultar incómodos pero no dañinos y que nuestro cerebro acabe interpretando daño y dolor.

A mí me gusta que la vida incomode un poco, porque me mantiene activa, en movimiento y preparada para las crisis que inevitablemente nos trae la vida, para mí el bienestar no significa la falta total de dolor, sino que ir superando los obstáculos a medida en que se presentan y disfrutando de ese paso a paso en el presente, aunque a veces duela.

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